miércoles, 10 de marzo de 2010

Ansia de libertad

Daniel Levine

Un médico y una dentista cubanos enviados a Zimbabue en misión de ayuda deciden arriesgar todo con tal de cambiar de vida. Pese al deprimente mal tiempo, Leonel Córdova se emocionó al pisar aquella alfombra roja durante la solemne recepción de bienvenida que habían preparado sus anfitriones.

--Me siento muy orgulloso de tenerlos aquí --dijo el ministro de Salud de Zimbabue a los 107 cubanos que habían llegado a la capital de este país, Harare, la mañana del 20 de marzo de 2000--. Agradecemos su presencia.

El grupo estaba formado por hombres y mujeres voluntarios que habían viajado para realizar una labor médica concebida hacía seis meses, a raíz de una visita que el presidente de Zimbabue, Robert Mugabe, hizo a su buen amigo Fidel Castro. Como muchos de sus compañeros, Córdova, médico de 30 años, estaba ansioso por empezar, pero al transcurrir las semanas fue perdiendo el entusiasmo. Pese a la escasez de médicos locales, ni a él ni a ningún otro cubano se les permitía examinar enfermos; se pasaba todo el día sentado frente a una computadora en un hospital, revisando artículos médicos en Internet y enviando mensajes electrónicos.

Al final concluyó que todo aquello era una farsa; como en junio se iban a celebrar elecciones en Zimbabue, pensó que Mugabe sólo quería simular que estaba haciendo algo por los pobres.

Con reservas al principio, Leonel hizo migas con Noris Peña, dentista de 24 años a la que había conocido la noche de la recepción. Pronto resultó evidente que ambos se sentían muy frustrados por la forma de vida en Cuba.

él se crió en Cabañas, pequeña ciudad de la costa oeste de la isla, y apenas tenía 11 años cuando se dio cuenta de la verdad. Acerca de la revolución de Castro opinaba que era "una completa mentira", aunque sabía que no era sensato revelar sus pensamientos.

Asistió a la principal escuela preparatoria de Cuba, la Vocacional Vladimir Ilich Lenin, en La Habana, y al empezar la carrera de medicina tuvo que afiliarse a la Unión de Jóvenes Comunistas para no ser expulsado. Seis años después de titularse, ganaba sólo 525 pesos al mes (el equivalente de 26 dólares) por lo que pasaba apuros para mantener a su familia.

Noris también estaba decepcionada. En tanto que en la clínica dental donde trabajaba la escasez de materiales era permanente, los funcionarios del gobierno tenían acceso a consultorios modernos y bien equipados. Del mismo privilegio disfrutarían pronto los turistas extranjeros en Santa Lucía, en la provincia de Camagüey, de donde ella era oriunda y donde el gobierno estaba construyendo un centro odontológico enorme y con los últimos adelantos.
Al conversar con Leonel surgió la idea de desertar. Ella era soltera; él, casado y con tres hijos, pero desde hacía mucho había acordado con su esposa, Rosy, que si se le presentaba la oportunidad de huir lo haría, y una vez libre lucharía por reunir a la familia.

Así que el 23 de mayo le envió a su mujer un mensaje electrónico que decía: "Está muy complicada la situación aquí. Prepárate para las consecuencias. Te quiere, Leonel". Ella entendería de qué se trataba.

Aunque iban a correr un grave riesgo, Córdova y Peña confiaban en que serían bien recibidos como refugiados políticos. Pedir asilo resultaría ser un error que por poco les cuesta la libertad.

Decidieron acudir a la Alta Comisión Canadiense en Harare. Canadá mantenía buenas relaciones con Cuba, pero ellos sabían que acogía cordialmente a los refugiados políticos. Un año antes, varios deportistas cubanos habían desertado en Winnipeg durante una competencia internacional y fueron recibidos con los brazos abiertos.

A fin de protegerse, Leonel y Noris pasaron primero a las oficinas del único diario independiente de Zimbabue, The Daily News.
--Fidel Castro nos envió aquí para servir a sus fines políticos, para mostrarse ante el mundo como un hombre bueno --le dijeron al subdirector de noticias Julius Zava--. Ya no queremos regresar a Cuba.

Hablaron durante unos 45 minutos mientras Zava tomaba notas; luego éste les dijo que su relato se publicaría al otro día y que la denuncia de Castro legitimaría el "fundado temor de ser perseguidos por convicciones políticas" que alegarían bajo los términos de la Convención de la ONU sobre Refugiados.

Tras despedirse, Leonel y Noris se dirigieron presurosos a la Alta Comisión Canadiense.

--Somos médicos cubanos y acabamos de desertar del grupo enviado aquí a realizar labor de asistencia --le dijo Córdova al asesor Ronald Wilson--. Hicimos declaraciones públicas contra el gobierno de Cuba y queremos asilo político.

La respuesta de Wilson los dejó helados:

--Están en el sitio equivocado. En verdad lo lamento, pero no podemos hacer nada por ustedes.

Entonces les explicó que los perseguidos que buscan asilo fuera de su país natal deben presentar una solicitud en la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para Refugiados (ACNUR). Si allí dictaminaban que reunían las condiciones para asilarse, se lo comunicarían a la embajada.

--¡Está usted loco! --exclamó Leonel con repentino pavor al recordar que al día siguiente se publicaría el artículo de Zava.

Si los repatriaban, pasarían varios años en la cárcel y podrían ser ejecutados. Aun así, los canadienses se mostraron inflexibles y conminaron a los cubanos a salir del edificio.

Finalmente consiguieron una cita con John Adu, representante del ACNUR en Harare, quien se reunió con ellos al cabo de unos minutos y les explicó que, en efecto, tenían que esperar a que un comité decidiera si se les podía reconocer como refugiados políticos. Luego los llevó a su oficina y programó una audiencia para el 2 de junio a fin de que se atendiera la petición de asilo.

Entre tanto, desoyendo el consejo de Adu, los cubanos decidieron quedarse en el apartamento de un maestro que había estudiado español en La Habana y con el que habían trabado amistad poco después de llegar a Harare.

Al otro día apareció en la primera plana del diario The Daily News el relato de la deserción, y más tarde las agencias de noticias AP y AFP también lo divulgaron. Contra lo que temían Leonel y Noris, no ocurrió nada, así que pensaron que estarían a salvo mientras la ONU analizaba su situación.

Sin embargo, fue creciendo a tal grado su nerviosismo e incertidumbre, que el 26 de mayo decidieron no esperar más. Echaron a andar por la concurrida avenida Herbert Chitepo hasta llegar a la embajada de Estados Unidos. Tras oír su relato, un guardia los condujo al interior del espacioso recinto. Al ver el muro de ladrillo de 3.7 metros de altura que rodeaba la embajada, los cubanos se sintieron seguros.

Mas el alivio les duró poco.

--No podemos hacer por ustedes nada más de lo que ya está haciendo el ACNUR --les dijo Theresa Hebron, directora de la sección consular, después de oír su petición, y en seguida los llevaron hasta la puerta.

Días después, en una calle del centro de la ciudad, Leonel y Noris fueron rodeados por un grupo de miembros de la delegación cubana y de policías locales vestidos de civil.

--Los estamos vigilando a ustedes y a sus familias --les advirtió un cubano--. Sabemos a dónde van y a quiénes ven. Nunca podrán escapar.
Llenos de temor, Córdova y Peña regresaron corriendo a la embajada estadounidense y contaron lo que acababa de ocurrirles, pero les repitieron que nada podían hacer.

Pocos minutos después de las 4 de la mañana del 2 de junio, menos de cinco horas antes de la audiencia en el ACNUR, Leonel y Noris se despertaron al oír fuertes ruidos en el apartamento donde se alojaban. Cuatro zimbabuenses irrumpieron profiriendo amenazas, y dos de ellos apuntaron sus armas a los rostros de los cubanos.

Se los llevaron a las oficinas de inmigración, donde un agente les dijo que sus documentos habían expirado y ya no tenían permiso para permanecer en el país.
Luego les puso enfrente unos papeles y, sin dejar que los leyeran, les ordenó que los firmaran. Ellos se negaron. Entonces el hombre trató de tomarles la huella dactilar por la fuerza, y también se resistieron.

Ocho horas después los trasladaron al aeropuerto y, acompañados por agentes de inmigración zimbabuenses, subieron a un jet de South African Airways con destino a Johannesburgo, Sudáfrica. Allí tomarían un vuelo a París y luego otro a La Habana. Los estaban repatriando por la fuerza a pesar de que Zimbabue había firmado la Convención sobre Refugiados de 1951, que explícitamente prohíbe esta
práctica.

Poco después del despegue, Leonel pidió permiso para ir al baño; una vez ahí, tomó una toalla de papel y, con una pluma que le había facilitado un sobrecargo, escribió: "Somos dos médicos cubanos secuestrados. La ONU nos espera para una entrevista en Harare, pero nos están raptando". A la primera oportunidad deslizó la nota en el bolsillo de otro sobrecargo.

En Johannesburgo, Noris y él se sintieron aliviados al ver subir al avión a unos policías sudafricanos, quienes los separaron de los agentes zimbabuenses y los llevaron a un sitio aparte. Los cubanos explicaron su situación, pensando que por fin serían libres.

No fue así. Los policías dijeron que nada podían hacer. Sin darse por vencido, Córdova pidió papel y esta vez escribió en su mal inglés una declaración de tres cuartillas. "Tememos por nuestra vida y por el bienestar de nuestras familias en Cuba", señalaba al final. "Nos llevan allí secuestrados". Luego le pidió a un policía que sacara una fotocopia y se quedó con el original.

Cuando estaban a punto de ser puestos en un avión de Air France con destino a París, hicieron un último y desesperado intento.

--¡Nos están secuestrando! --gritaron--. ¡No queremos regresar a Cuba!

Luego, en un alarde de astucia, Leonel vociferó:

--¡Somos capaces de todo!

Dio resultado. Cuando los zimbabuenses los llevaban a empujones al interior de la nave, los sobrecargos les cerraron el paso.
Entonces el piloto se asomó y dijo en voz alta:

--Estas personas son un peligro para los pasajeros. No vamos a admitirlos en el vuelo.

Aprovechando la confusión, Noris puso la declaración de tres cuartillas que había escrito su compañero en el bolsillo de un sobrecargo.

Los agentes zimbabuenses mantuvieron a los cubanos en un hotel contiguo al aeropuerto durante dos días, sin darles de comer; después los metieron en un avión y los llevaron de regreso a Harare. Allí los trasladaron al Centro de Reclusión de Goromonzi, un penal de pésima fama. A él lo arrojaron a una celda llena de los peores delincuentes, y a ella la encerraron sola. No había camas ni luces. Los retretes eran malolientes hoyos cavados en el suelo. Aunque en las noches el frío congelaba, para cubrirse les dieron sólo una manta delgada y sucia. No los dejaban ducharse.

A casi 13,000 kilómetros de distancia, en la sala de redacción del periódico Miami Herald, Tom Dubocq, editor de fin de semana, se levantó a contestar el teléfono.
--Sé que le va a parecer un poco raro, pero tengo que informar a los medios sobre esto --le dijo una mujer.

Era una abogada de Miami cuyo hermano, estadounidense de origen cubano, radicaba en París. Un vecino de este hombre era sobrecargo de Air France y tenía una nota de dos médicos cubanos que afirmaban haber sido secuestrados en áfrica.

Dubocq recordó vagamente haber recibido noticia sobre dos cubanos desertores que estaban en Zimbabue. Llamó a la reportera Sandra Márquez García y le dijo:
--Quizá esta mujer esté inventando, pero hay que verificar lo que dice.

Otro periodista, Chris Gaither, se reunió al día siguiente con la abogada, quien le entregó la declaración escrita por Córdova. Tras hacer averiguaciones durante varios días, el relato se publicó en la primera plana del Herald con el encabezado "Médicos cubanos desaparecen en Zimbabue". El Washington Post hizo lo propio al otro día y la historia del rapto pronto se divulgó por todo el mundo.

Varios congresistas de Estados Unidos criticaron el trato que su embajada en Harare había dado a Leonel y Noris, sobre todo la afirmación tajante de que no podían hacer "nada".

De hecho, habían desobedecido un mandato. Todas las representaciones diplomáticas de este país tienen instrucción permanente de "otorgar refugio temporal inmediato en circunstancias extremas o excepcionales, siempre que peligre la vida o la seguridad de una persona".

Según un funcionario de la ONU que prefiere conservar el anonimato, los canadienses también debían haber actuado: "Si corro a una embajada y alego que mi vida está en peligro, esperaría que me protegieran y mantuvieran a salvo".

A instancias de algunos de los congresistas, el Servicio de Inmigración y Naturalización de Estados Unidos envió a un agente a entrevistar a los cubanos en la cárcel de Harare. Después de esto, a ambos se les concedió refugio condicional y se les permitió entrar a Estados Unidos.

Tras permanecer presos durante 34 días sin acusación formal, Leonel y Noris fueron liberados. Viajaron a Estocolmo a fin de ultimar los trámites para asilarse y un mes más tarde llegaron a Miami. Una multitud de inmigrantes cubanos les dio una calurosa bienvenida en el aeropuerto.

Leonel Córdova trabaja actualmente en el Hospital Mercy de Miami y estudia para practicar la medicina en Estados Unidos. Noris Peña es asistente en una clínica dental de Atlanta y también estudia para ejercer su profesión. Rosy Córdova murió en un accidente automovilístico en junio de este año, pero en julio Castro permitió que los dos hijos de Leonel se fueran a vivir con su padre a Estados Unidos. Noris tiene la esperanza de que a sus padres también se les deje emigrar.

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